COVID -19  ¿Y tú qué piensas hacer? 

El miedo es un mal consejero, siempre lo fue, y más en tiempos de pandemias y clasismos, donde las libertades y derechos quedan en paréntesis. Por eso, detengámonos y pensemos, ¿a qué le deberíamos de tener miedo?, ¿cuál es el verdadero contagio? y ¿dónde encontramos la vacuna?

 

Escritura: Laura Langa Martínez / Fotografía: Ariel Arango Prada

 

Antes de comenzar a escribir estas líneas llevamos días preguntándonos qué es lo qué está sucediendo para que nuestro margen de acción se haya reducido drásticamente a (re)clamar por más control estatal o por un “confinamiento sin soluciones”, sin contextualizar en la situación sociopolítica, epidemiológica si se quiere, de cada país.  

Respuestas contradictorias y paradójicas son las que sentimos y en las que nos vemos imbuidos en el debate. Reflexiones muchas, que quizás vienen desde hace más tiempo del imaginado, porque lo que está pasando fuera de la espectacularización del vacío de ciertas calles, el colapso sanitario y el uso desmedido de tapabocas y mascarillas, no es tan novedoso en su esencia. ¿Qué es lo que realmente está mutando? ¿A qué le deberíamos de tener miedo? ¿Cuál es el verdadero contagio?

A escala mundial dicen que la gripe habitualmente puede llegar a causar 5 millones de casos por enfermedades graves y unas 650.000 muertes por año. Los datos de muchas otras enfermedades son altamente alarmantes y entran en contradicción todas con las retóricas inmunológicas, de riesgos y contaminaciones.

Entonces, ¿qué cambió ahora para que se estén tomando estas medidas?, ¿por qué surgió llamémosle esta “histeria colectiva” que traspasa las fronteras?, ¿por qué de repente todo el mundo se volvió estadista, epidemiólogo y entiende de curvas y contagios?, ¿por qué no nos entró el miedo antes, o es que siempre vivimos con miedo?

Y algo que no deja de preocuparnos, es por qué bajo esta misma lógica de alarma social y política no se actúa de la misma forma cuando aparecen las cifras de muertos por otras enfermedades, incluso las diarreicas, fácilmente tratables. ¿Por qué no se está actuando contra el dengue con igual firmeza? O tampoco salta el pánico cuando los agrotóxicos son los que invaden nuestros cuerpos y el costo humano de los mismos se eleva demasiado alto. Y mucho menos por los muertos en Siria dicen 380.000, o en Yemen que van más de 100.000 con una grave crisis humanitaria, que provoca que más de un millón y medio de niños estén en desnutrición aguda.  

Las comparaciones nunca fueron buenas, ni justas. Y muchos menos cuando pensamos, en quiénes fabrican las armas.

Así que volvamos sobre lo que queríamos escribir, el COVID 19. Sabemos que provoca más neumonía de lo habitual, que es mucho más contagioso, que el tiempo de incubación es mayor, que resiste incluso días en determinadas superficies, que el % de mortalidad, aún no se sabe, pero parece que será mayor. Y que mucha gente se verá obligada a contagiarse, unos porque no pueden dejar de exponerse al virus, otros morirán de lo que suelen morir y para muchos otros solo traerá más precariedad a su vida. Cruel desigualdad.

Porque el mercado laboral no para. Hostelería, comercios, administración, cultura, deporte sí. Pero el entramado productivo sigue funcionando a todo vapor.

 

 

Pero, remontémonos a otro momento pandémico como lo fue la Gripe A (H1N1) en el año 2009. Dejó de momento más víctimas. Los gobiernos no optaron por obligar al confinamiento como ahora a una parte de las y los ciudadanos cuyos trabajos se estipula que pueden detenerse. Y pasado el tiempo la industria farmacéutica fue la que ganó millones de euros tras el endeudamiento de los países.

De nuevo caímos en una comparación. Será la necesidad de establecer relaciones para entender, o es que siempre fuimos de los que creen en la necesidad de pensar críticamente.

Así que mientras seguíamos cuestionándonos sobre el COVID 19, nos pusimos a leer los artículos que proliferan en las redes, a la que parece que nos abocan como única alternativa para estar informados, y más ahora cuando muchos países prohibieron la posibilidad de circular libremente por las calles, las reuniones, los encuentros espontáneos o las asambleas, todo quedo aplazado.

Incluida pareciera la misma conversación entre nosotros, nosotras, que bonita palabra, conversación, cuando se comprende como vivir, habitar en compañía de otros, curioso que esta acepción del Diccionario ya estuviese en desuso antes de la pandemia.

En compañía de otros, lo que queda imposibilitado ante medidas que buscan el confinamiento individualizado y no el civismo colectivo. Provocando que poco a poco nos alejemos de las posibilidades de tejer procesos sentidos, compartidos desde nuestros saberes localizados que nos prevengan de las arrogancias políticas y de los pseudocientíficos que olvidaron poner más co-razón a su entender.

Que el miedo no asfixie toda posibilidad de rebeldía.

 

 

Pero, sigamos tratando de entender esta alarma colectiva que nos absorbe y arrastra a ciertos romanticismos del encierro, a la folclorización de la humanidad, o lo que cada pensador, pensadora, opte por nombrar. Porque nombrar lo que incomoda, permite dejar de esconder las realidades e introducir la pregunta, la duda que busca quebrar lo hegemónico. Y es que algo va mal, cada vez peor, porque el riesgo y el miedo nunca devino del último virus, esto ya viene de antes.

Y como todo presente que rápidamente será pasado, el momento de histeria colectiva pasará, con miles de muertos sí, pero como sucede con todas las enfermedades, incluidas las que matan a millones de personas cada año y que no provocan estas medidas irracionales, pero si otras muchas que permiten que siga muriendo gente, entre gritos, silencios y complicidades. Shock, miedo y confusión. COVID 19 pasará pero traerá consecuencias más allá de los muertos.

Entonces, ¿qué hacer?, ¿a dónde nos lleva todo esto?, ¿cómo evidenciar la desigualdad creciente ante el privilegio de clases? La pregunta vuelve, ¿por qué (re)clamar como “ciudadanos y ciudadanas” por un “confinamiento sin soluciones”?

Porque cuando se termine “la cuarentena” de aquellos y aquellas que pueden y obedecen, la realidad es que sólo habrá evidenciado lo que ya sabíamos, que vivimos en un mundo extremadamente desigual, cruel e injusto. Y que el neoliberalismo, el individualismo, la indiferencia, así como su egoísmo e impunidad parecen estar ganándonos la partida.  

En definitiva la deshumanización.

Así que, preguntémonos mejor si somos realmente conscientes de lo que supone “renunciar” a algunos de nuestros derechos que con ilusión creemos poseer indefinidamente y otorgar la potestad soberana al poder ejecutivo cada vez que se produce una situación de alarma social. Preguntémonos a quién le dimos y qué hará con ella, la potestad de controlarnos y acceder a nuestros datos y privacidad. La vigilancia digital entró para no salir de nuestros cuerpos.

Dicen que el miedo es un mal consejero, ¿cuáles son nuestras conductas en estos días?

Hemos de reconocer que nos cansamos de leer posts que (re)claman por levantar más muros, por cerrar fronteras para las personas pero no para las mercancías, por nacionalismos de bandera, por militarizar las calles, sí las calles cuando antes eran el único espacio que nos quedaba de protesta. Ojalá se vuelvan a llenar cuando esto termine, porque como siempre será más que necesario si de cambiar el sistema se trata. Sino dejaremos que el capitalismo de su jaque mate.

Y si de pensar el futuro se trata, no sé cómo (re)clamaran tras pedir fronteras ahora, a que Europa reconozca que mató más gente en el Mediterráneo por sus Fronteras que gente morirá en el mundo por COVID 19. Fronteras, muros de la vergüenza. La vida y la muerte siempre se jugo en cada muro, en cada valla, en cada patera. Y en cada lugar de confinamiento real por la dominación de una Nación sobre otra, de un pueblo sobre otro. Saharauis, palestinos, refugiados en Bangladesh, Kenia y Etiopía y los cientos de miles que viven en esos lugares difíciles de poder llamar hogar.

 

 

Cansados también del nuevo “policía de balcón” y de los post que insultan al que está en la calle sin ni siquiera pararse a pensar por qué el no está allí con él.   

Pensar por un instante que aquel que va a trabajar no es el “irresponsable” sino que lo es el dueño de la empresa, del negocio, de las fábricas, de las fincas, de las maquilas, que nunca quisieron dejar de enriquecerse aunque sea exprimiéndonos al máximo.

Y cansadas de ciertas políticas hechas post que hablan de inversiones  millonarias, pero no especifican que en su inmensa mayoría son para los sectores privados, para las empresas, para rescatar a los de siempre. Y que lo que conllevará será el endeudamiento, que de nuevo pagaran los que hoy están en las calles o los que el sistema de mercado expulsó y expulsará con un despido, un expediente de regulación temporal de empleo, ERTE, o con el eufemismo que sea.

Y es que al final  la epidemia real es la del mismo capital.

La del clasismo y su racismo.

La del miedo que permite que el poder entre en nuestros cuerpos y en los recovecos más íntimos de nuestra existencia. Afirma al respecto María Galindo que es el miedo al contagio lo que define la esencia del virus que nos asedia. 

La del egoísmo que impide pensar en el otro, en cómo va a vivir la familia que sobrevive del día a día, del rebusque, de la economía “informal” o de lo que le sea posible. Que impide la caricia y el vínculo más humano.

La de la violencia que le dio libertad a la brutalidad policial por el bien común.

La del conformismo que hace creer que el “happy end” o el “todo va a salir bien” llegaran para toda la humanidad aunque no hagamos nada. Aunque pretendan que olvidemos las prácticas “caníbales y depredadoras” como las nombra Harvey del capitalismo que nos consumen en sus continuas crisis económicas. 

La de la avaricia que llevo a la destrucción de la naturaleza, a la deforestación, la minería y todas las explotaciones que desencadenan las epidemias que hoy padecemos.

La de la desconfianza que mató a lo común, mientras el miedo se volvió el consejero.

Y cegó las luchas por la sanidad y la educación pública. Y ahora nos damos cuenta que cuando no hay sanidad pública muere la gente, que cuando recortan en su presupuesto y la precarizan están matando gente. Y que cuando no la hacen universal y gratuita como derecho excluyen de ella a todo aquel que decidieron que no importaba dejarlo morir.

 

 

Epidemia de la ignorancia, de aquellos que no saben que ésta no es la única pandemia del mundo. Anestesiados aquellos que no reconocen con nombres y apellidos a todos y todas los que mueren a diario. A todos los que quedan afectados por el dolor de perder a su ser querido. Y a todas las que mañana vivirán en soledad por quién se fue. 

Por eso, nos vienen a la mente, una vez tras otra, esas palabras de Juan Rulfo en Pedro Páramo, “- Estoy viendo llegar tiempos malos. ¿Y tú qué piensas hacer?”

Porque si los malos tiempos vienen de lejos, son muchos los pueblos que ya vienen resistiendo y haciendo un grieta en los muros del capital. Buscar en ellos las alternativas, aprender de sus resistencias y autonomías es quizás la mejor vacuna para todo virus.

Así que podemos seguir haciendo cómo nos recomendaba el supGaleano ya por el año 2016, “sigan explorando éste y otros mundos, no se detengan, no desesperen, no se rindan, no se vendan, no claudiquen. Pero también les pedimos que busquen las artes. Aunque parezca lo contrario, ellas “aclaran” su quehacer científico en lo que tienen en común: la humanidad”.

Y sino, simplemente, cuídense porque entre el coranovirus y la tentación dictatorial de muchos hay un mínimo estornudo.

Y más porque aún no sabemos cuándo terminará esta tormenta.

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