El elefante blanco se construyó con la idea de que sea el hospital más grande de Latinoamérica. Hoy día es un edificio dividido en tres partes. Los subsuelos están tapados por agua y basura, los primeros pisos están ocupados por familias y el resto está sellado y abandonado. A su alrededor crece la ciudad oculta. Mucha poesía de la cruel hay en todo esto.
Allí fuimos, en el marco del quinto festisheca, a tratar de llevar un poco de colores entre tanto gris y sepia. Es difícil entrar en esos lugares con alguna propuesta artística y casi imposible manejarse con libertad. Fuimos acompañados por una agrupación que trabaja en el lugar y la única opción para actuar era en su vereda. Por suerte nuestra principal petición se cumplió. Nada de banderas políticas.
Empezamos con un desfile. El barrio está dividido. Quisimos unirlos, aunque sea por un instante, pero dio la sensación de que no lo logramos. Los niños se acercaban, los adultos miraban desde lejos. Luego, nuevamente en nuestra calle, se fue armando el ruedo de público. Comenzó el grupo “Tercer Cordón” y luego llegó mi turno. El público se iba acercando lentamente. Aplaudían, participaban, disfrutaban. Justo al terminar, nubes, viento y tormenta.
El agua apuró el desarme y la reflexión llegó arriba del flete saliendo del lugar: Creemos en el arte como herramienta de transformación social, por eso somos artistas callejeros. La ciudad oculta seguirá oculta y dividida. Pero esa noche, en la mesa de los que se acercaron a ver la función, con suerte se hablará de payasos, músicas y cosas que giran y vuelan alto.
Fotografías: Ariel Arango / Texto: Brunitus