La escritura se teje a partir de testimonios, indagaciones históricas y de archivos, fotografías, perspectivas teóricas y nuestra propia experiencia en el territorio a modo de testigos, hilvanando así una narrativa que no trata de tomar la voz, ni de dar voz a las voces existentes por sí mismas. Para lo cual se emplea un lenguaje, que es la suma de muchos, con el que nos hemos ido reconstituyendo y con el que hacemos presente. Con el que nos enfrentamos a ese silencio que todo lo sepulta pero que también nos trae una forma distinta de conversar.
Y en ese confluir de lenguajes hacemos uso de láminas histológicas, porque nos permiten develar una cartografía herida cuando al ampliar los trazos de la muerte celular, ponemos nuestros cuerpos para entender la violencia en los territorios. Láminas que están en la portada, en las guardas y acompañando a las definiciones que marcan los temas que abren cada uno de los capítulos, CESAR, EJECUCIÓN, ENTERRAR y ARCHIVAR. Y que requieren a su vez de la necesidad de lo macro, para lo que nos valemos de imágenes satelitales mostrando lo que desborda las páginas, esas inmensas plantaciones de palma africana y minas de carbón que no se contienen con una simple mirada. Igual que los nombres de los asesinados. Líneas inabarcables, materializadas en listados de fechas, nombres sobre nombres de un dolor que resulta inexpresable.