Los acontecimientos se encadenaron, sin enigma alguno. Era agosto del 2022. La correlación parece existir en el absurdo de una realidad, el campo colombiano. Ya conocemos parte de esta historia, incluso sin haber hecho este viaje. La innovación en la agricultura a través de la genómica, el fenotipado digital, la criopreservación y las tecnologías de la información, quizás sin conocer estos términos, pero el hecho es que forman parte de ese acto que se volvió el comer.

Ya no discernimos. Comemos. Igual que los últimos días de las últimas semanas, que fueron iguales a los últimos días de los últimos meses. Comemos.

Un acto cotidiano que tiende a olvidar que a menudo lo extraño surge de la situación más cotidiana, quedando atrapados/as en una madeja indescifrable de cómo llegamos hasta aquí.

Es 8 de agosto. 

Hace calor y realmente este viaje son dos historias, pasado mañana el pueblo indígena Nasa evocando su pasado y anhelando otro futuro, iniciará en comunidad su ritual mayor, el Saakhelu, ceremonia del despertar de las semillas. Polvo, danzas, tambores, flautas, ruido, naturaleza, sonidos, comunidad. Hoy, estamos en la infraestructura de Semillas del Futuro, vacías, asépticas, pulcras, silenciosas, un “banco de germoplasma”, de “innovación global para la conservación”, de “uso de la biodiversidad de cultivos que se convertirá en una fuerza impulsora para la innovación en la agricultura”. La “custodia para la humanidad” de la colección dicen más grande de frijol, yuca y forrajes tropicales del mundo, más de 67.000 materiales distintos “que pueden contener los secretos para las temperaturas más altas, la sequía y las inundaciones”.

Dos visiones. Modos. Políticas. Reclamos morales. 

Ninguna historia desmiente a la otra. Pero son dos dilemas que se enfrentan, que revelan con crudeza los supuestos problemas, la existencia de una distinción fundamental en la manera de entender cómo vivir. En la capacidad humana de obtener el alimento. 

El edificio frente a nosotros/as, construido por la Alianza de Bioversity International y el Centro Internacional de Agricultura Tropical, CIAT, en el campus de Palmira, se inspiró en el concepto de las sombras que emergen de los grandes árboles del Valle del Cauca. Con orgullo presumen de disfrutar de un entorno saludable y lo más sostenible posible, mejoras de calidad del aire, aire filtrado, menor impacto ambiental, control térmico, ventilación natural, paneles solares, acopio de agua de lluvia, marquesina que repele la radiación solar. Sus dimensiones son considerables. Y todo parece a estrenar. No hay nada de segunda mano, como si se acabara de inaugurar día tras día. La experiencia es de una línea de montaje donde todos los movimientos deben estar sincronizados para que la industria funcione. Pero aquí no vemos a nadie. 

Las salas de trabajo, impolutas. Pareciera que las construyeron rememorando las salas de incubadoras para recién nacidos en los Hospitales, puesto que a través de  las grandes cristaleras, que arrebatan cualquier intimidad, dicen que puedes mirar cómo la semilla se reproduce para dar otra vida o cómo es conservada bajo la etiqueta “científicamente”. A la vez que puedes mirar a quién crea, cómo crea y a qué costo se produce la innovación. 

¡67.000 semillas! El problema nunca fue que no hubiera sino cómo se distribuyen, a cuáles se tiene acceso, quién tiene el acceso y bajo qué condiciones e implicaciones. 

Quien nos guía por las instalaciones, – obviamente la entrada no es libre y nuestros movimientos están restringidos a sus pasos -, nos comenta que tienen un nuevo módulo, un Laboratorio de Descubrimiento de Datos y Biotecnología, que apoyado en las tecnología del big data, mejoran el rendimiento de los cultivos. 

Hoy no hay nadie más. 

Hace tiempo que la FAO advirtió de que sólo en el siglo XIX se habían perdido el 75% de las variedades de las especies que se cultivan en el mundo. Una situación que podría afectar decían a la provisión de alimentos ante cualquier acontecimiento que suponga un “fallo funcional” de las variedades de las que depende la humanidad. 

El futuro del campo y el mercado de semillas resulta cuanto menos demasiado paradigmático para nuestro futuro. 

La FAO* también reconoció que en 2021 había 828 millones de personas padeciendo de hambre en el mundo con un claro retroceso en los esfuerzos para que disminuyera esta realidad, 150 millones más que en 2019. Y en 2020 añadía  que casi 3.100 millones de personas no pudieron “permitirse” tener una dieta saludable por el alto precio de los alimentos, el combustible, los fertilizantes.   

Ya no hay cifra que se pueda abstraer para quitar el potencial de violencia que genera que un puñado de empresas como Bayer, Corteva, Syngenta, BASF o ChemChina, manejen más de la mitad del mercado mundial de semillas. Un mercado reducido a las variedades y razas más adaptadas al modelo de agricultura intensiva. 

Semillas aptas para un mundo darwinista en el que solo sobrevivirán los más “aptos” a los cambios en su ambiente, aunque los cambios son mas bien provocados por el voraz sistema capitalista. 

Alrededor del edificio tampoco hay nadie. Y como cuando atraviesas el Valle del Cauca, tampoco están ya esos árboles que inspiraron esta construcción. Y no están porque desde hace un siglo a su alrededor el paisaje dejó de ser bosque frondoso para ser caña de azúcar. Hectáreas y hectáreas de caña que no dejan de extenderse desde la dramática aparición del monocultivo y el despojo que este requiere. Zonas límites de saqueo, de violencia continua donde la evidencia y el tiempo cronológico parecen insuficientes para dar cuenta de un relato sobre la experiencia que dejó sin tierra a quienes la necesitaban, a quienes les pertenecía. 

¿Aquí no hay caña?, preguntamos, y es que su semilla tampoco está en Semillas del Futuro porque eso es función de otro banco de genoplasma en otro país del mundo. 

Antes de irnos nos muestran una última pared, cientos de pequeños puntos marcan la inmensidad de posibilidades, ¡la biodiversidad!, la existencia incuantificables de variedades que podríamos comer para alimentarnos, pero la población se calcula que sobrevive con un promedio de menos de 12 especies vegetales en su dieta. Con orgullo aquí almacenan parte de esa biodiversidad. 

Así fue ese primer día. 

Percibiendo ese extraño alejamiento de esta institución con su realidad más inmediata e insistente económicamente. Sin poder tocar ni una sola semilla y con una pregunta constante, ¿una semilla borra siglos de dominación y pobreza o nos condena a más? 

La respuesta es demasiada escandalosa para hacerse eco del silencio y a la vez demasiado opaca.  

 

*

Corría agosto.  

Ya estábamos en tiempo de luna llena. De narraciones que se construyen desde el verbo de los ancestros, para hacer aparecer algo que estaba oculto. Como cuando hubo un tiempo en el que los cóndores sobrevolaban todo el territorio caucano. Y amenazantes se comían animales y personas. Su presencia arrastraba vientos sin frenos, fuertes veranos y con ellos las hambrunas. Por eso cuentan como se juntaron y consultando a la noche, a la hoja de coca y a otros espíritus, decidieron ahuyentar al Cóndor hacia la gran montaña alrededor del nevado. Para lo que convocaron a los colibrís y otras pequeñas aves, quienes fueron una a una desplumando al gran Cóndor, hasta que éste se fue. Desde entonces y a modo de agradecimiento comenzaron a ofrendarles semillas cuando estas pequeñas aves vuelven a pasar por el territorio. Y así, las semillas vuelan con ellas, se reparten y vuelven a sembrarse. 

Al poco tiempo cuentan que las autoridades espirituales tuvieron un sueño en el que el Cóndor les mandaba un mensaje, a modo de petición, reclamo o advertencia, lo que les llevó a comenzar un nuevo ritual en el que la gratitud también sería hacia el Cóndor, ofrendándole en lo más alto a donde pudieran llegar, comida para saciar su hambre y contener su furia. 

Amanece. 

Es 11 de agosto de 2022, el Saakhelu este año ya ha comenzado y estamos llegando al Resguardo Indígena de Canoas, municipio de Santander de Quilichao, Cauca.  

*

El Cauca es ese departamento donde todos, todas, quieren hacer reportajes sobre la violencia, y por lo general edulcorados para satisfacer las demandas de los medios y sus intereses. Pero ya se sabe que un relato visible esconde un relato secreto, y que la guerra, después de todo, es eso, cómo seres humanos pierden la vida de forma violenta mientras otros la narran, lo que con frecuencia conduce a la indiferencia o a la insensibilidad.

De hecho, aquí se cuenta como fue en Riochiquito, al oriente de Tierradentro, donde se celebró en septiembre de 1964 la Primera Conferencia Guerrillera en la que aquellos/as combatientes del campo darían nacimiento meses después a las FARC. Donde llegarían también cuando salieron de Marquetalia, al sur del Tolima, tras enfrentarse con las tropas del Batallón Colombia. Y fue también aquí, en el Cauca, un 17 de marzo de 1965, la primera acción de las FARC-EP en Inzá, cuando más de 150 guerrilleros y guerrilleras, según dicen, dirigidos/as por Manuel Marulanda detuvieron un bus, dispararon, y luego acudieron a la plaza principal solicitando a la población que hiciera presencia. Del total de asesinados/as ese día más de la mitad eran indígenas nasas.

Mas de 50 años después, las FARC firmó un acuerdo de Paz con el gobierno colombiano (2016) que no trajo la Paz al Cauca, sino una reconfiguración, lo que algunos especialistas llaman reacomodo, otros reestructuración, y que quien lo padece nombra como recrudecimiento del conflicto armado. Por eso los relatos se siguen contando en el lugar donde aún alcanzan las esquirlas y las balas. Donde todo sigue atravesado por todos los grupos armados que ya estaban y siguieron, por el narcotráfico, el monocultivo y la minería legal e ilegal, y ahora también por los grupos disidentes de las FARC. 

 

¡225! es el número total de los homicidios políticos registrados por la Comisión Nacional de Territorios Indígenas, CNTI, en colaboración con la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, ACIN, desde 2017 hasta diciembre de 2022, lo que significa la alarmante cifra de un nasa asesinado cada 10 días en el marco del conflicto armado. Con una tendencia al alza desde 2017. Y otra cifra cada vez más alarmante, a pesar del subregistro, es el reclutamiento de niños, niñas y adolescentes. Y es que en los últimos años en todos los territorios que componen la Çxhab Wala Kiwe se han registrado casos, según denuncia la ACIN, advirtiendo de que el reclutamiento ha ascendido sólo en 2022 a 250. Lo que sumaría un total de 521 menores indígenas reclutados/as en los territorios del Norte del Cauca en los últimos cuatro años.

 

Esto es el Cauca, donde con o sin urgencias mediáticas también es muy fácil pasar por alto la amalgama de acciones cotidianas que mantienen a una comunidad en pie.

 

*

¡1.500! quién sabe si mas bien 2.000 personas están reunidas en estos días en el Saakhelu. La vista no cuenta con exactitud. 

Se trata de un encuentro comunitario de defensa a la vida. Tradición ancestral a la que recurrimos para buscar formas eficaces de soberanía alimentaria y que durante largo tiempo estuvo prohibida por las religiones, especialmente por el afán evangelizador y misional del cristianismo y por el afán “civilizador” de los nuevos Estados Nación. De hecho, no fue hasta el cambio de siglo, años 2000, cuando se volvió a recuperar con fuerza comunitaria esta tradición. 

Hay partes del ritual que se han olvidado. Algunas se investigaron, buscaron y compararon con otros rituales. Y otras nunca dejaron de hacerse, y así lo recuerdan mayores y mayoras que estuvieron de niños, niñas, cuando a escondidas se celebraban en el interior de las casas, replicando lo que podían. 

Por eso hoy podemos movernos, danzar, sin saber hacia donde, pero nos movemos sin querer encontrar la salida del laberinto que cientos de personas en hilera van creando con sus cuerpos, espirales que se hacen y se deshacen sin enredo. Seguimos los pasos, uno tras otro. Todo tiene su orden. No hay perdida, ni laberinto. Solo comunidad siguiendo sus huellas. La raíz plural de nuestros pasos.  

Son las danzas que vertebran todo el ritual y que siguen recordándose. Pero volvamos al principio. A la llegada. Cuando cada uno, cada una, llegamos. 

¡Semillas! 

Había que traer semillas para llevarse semillas. Porque la historia de este ritual se nutre del intercambio. Algo que late. Algo que se da y se recibe. El intercambio sobre el que se basan todas las relaciones. 

Sin químicos, ni tóxicos, ni transgénicas, con abonos orgánicos, respetando los tiempos de la naturaleza, así se han debido plantar las semillas que un año después vuelven para volver a ser ofrendadas, repartidas entre todos, todas las presentes, quienes las sembraran y volverán a traer al año próximo. Es por eso que la ofrenda aquí es ética política que nos compromete, cuyo poder de transformación está en su acción misma, en la necesidad de proteger, mantener y perpetuar la vida. En dar más que en recibir. En cuidar más que en destruir. En escuchar los tiempos de la naturaleza y la vida. 

 

*

El contenido de una noticia y el de una historia o crónica no tiene porque coincidir a primera vista, pero en muchos casos son dos movimientos de una misma sinfonía. Durante estos días la prensa se hacía eco de un proyecto de ley, radicado por un representante de la Cámara y apoyado por varios congresistas, sobre la prohibición de la comercialización e ingreso en el país de semillas transgénicas, los organismos genéticamente modificados, OGM. 

Maíz. Algodón. Flores. Casi 160.000 hectáreas están sembradas de estos transgénicos en Colombia. 

El debate está abierto. Algunos/as científicos/as aseguran que su prohibición afectará a la seguridad alimentaria. Otros a la soberanía alimentaria de quienes cultivan. Los productores reclaman que lo transgénico incentiva su dependencia de las multinacionales que controlan las patentes de la tecnología que modifica las semillas. Más de cien académicos/as y científicos/as enviaron cartas, que los periodistas replicaron en las que reclamaban que no “es ético negar al agricultor el derecho al acceso a los avances científicos para una agricultura más eficiente y ecoamigable”. Algunos medios entrevistaron a biólogos del CIAT asegurando que “lo transgénico es ya algo natural”. 

Mientras otras noticias nos advierten que el uso de cultivos genéticamente modificados aumenta el uso de químicos en los cultivos, como el glifosato. De hecho fue la empresa Monsanto, a finales de los 90, quien desarrolló la primera semilla transgénica resistente a su propio glifosato para que así el campesino/a pueda rociar en su cultivo este herbicida cancerígeno. 

Relacionado con esto, en 2010 se expidió una Resolución, la 970, que reglamentó y del mismo modo controló la producción, el almacenamiento y la comercialización de las semillas en Colombia a través del Instituto Colombiano Agropecuario, ICA.  Lo que significó casi la prohibición de las semillas nativas o criollas en el país, al restringirlas al consumo personal y a un área de siembra hasta 5 hectáreas. Y así las únicas semillas “validadas” para cultivar y vender son las certificadas. Se destruyeron y quemaron toneladas de semillas que no tenían certificación, a diferencia de las semillas del selecto grupo de multinacionales dueñas del mercado. Lo que conllevó también, en el marco de la firma de los Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos y la Unión Europea, al Paro Agrario de 2013, el cual paralizó al país, logrando la congelación de la 970 y compromisos de su derogación. 

Lo que finalmente significó modificaciones de forma pero no grandes cambios, por eso hoy el ICA, sigue con su campaña “señor productor, sea legal, siembre semilla certificada y asegure su cosecha”. 

Y entre tantas noticias, artículos de opinión y titulares, lo cierto es que la mejor historia contada es la que revela, a través de una experiencia, todo lo que hace falta saber. 

La primera semilla transgénica de maíz fabricada en Colombia la autorizó el ICA en 2019 para cultivarla entre otros lugares en el valle del río Cauca, por su tolerancia a ciertos herbicidas. Pero ya hacía una década que se sembraba semilla transgénica en el país, y por tanto contaminando las semillas nativas o criollas, a la vez que no cesaban las importaciones de millones de toneladas de maíz al país, especialmente provenientes de Estados Unidos, consecuencia de lo que llaman ventajas en aranceles y bioseguridad del Tratado de Libre Comercio. Obligando al campesino/a a vender cada vez más barato su maíz. Y cediendo Colombia su soberanía alimentaria. 

Hoy, la vista no nos alcanza a contar, tampoco la paciencia humana, pero sin duda las semillas de maíz no transgénicas son las más abundantes, las que más gente ha traído para repartir en este Saakhelu. Y por supuesto no serán ni media tonelada.

*

Es 12 de agosto.

Llegó el día del Saakhelu destinado a la ofrenda al árbol. Seguía haciendo calor. No había llovido. Y el mejor ejemplar de res ya había sido sacrificado para la ofrenda. 

Días antes fue escogido el árbol por parte de las y los médicos/sabedores tradicionales nasas por su significado especial para la comunidad. Hay años que el árbol es joven, cuando hay que fortalecer o trabajar o apoyar a la juventud, otros es hembra, otros es macho. Todo tiene su sentido. Habitualmente se corta y se carga sin que toque el suelo hasta el lugar central del ritual para danzar a su alrededor y seguir con las ofrendas. Este año han decidido que no se talará, las ofrendas se harán sin cortarlo, en el mismo lugar donde creció. La naturaleza está en riesgo. 

Comienza la danza hasta el árbol y hasta lo más alto sube un joven para colgar la cabeza de la res en dirección al sol. Luego cuelga las costillas y a continuación una pierna. Es el alimento del Cóndor para saciar su hambre y contener su furia. Mientras tanto, abajo las autoridades espirituales soban el árbol ofrendándole sangre, chicha de maíz, destilados de caña, hierbas medicinales, comida. 

Y el resto, comenzamos, seguimos danzando hasta que el Saakhelu va llegando a su fin. 

 

*

Aún no ha anochecido. 

Sigue siendo 12 de agosto y llegó el momento del despertar de las semillas. 

Uno a uno. Niños y niñas, para dar larga vida a las semillas, con una vara de madera remueven las mochilas hechas de cabuya donde se han ido guardando todas las semillas traídas. Remueven en espiral, y enseguida quien ha guiado toda la ceremonia comienza a lanzarlas al aire. Todas serán repartidas. Todos, todas nos llevaremos para sembrarlas, para traerlas el año próximo. 

El viaje debería haber terminado aquí, con las semillas borrando la dominación. Pero no fue así. La historia nunca tiene final. 

 

 

 

Es 16 de agosto y a eso de las 8:30 de la noche, según notifican las autoridades ancestrales del Resguardo de Canoas, “personas contrarias a la cosmovisión y pensamiento del pueblo indígena, prendieron fuego a la tulpa, construida durante 4 meses antes de la gran ceremonia”. 

La tulpa es el espacio donde uno, una, se sienta a conversar alrededor del fuego, a mambear coca, brindar y ofrendar, es el lugar de conexión con los espíritus. Es un espacio sagrado.

Y aunque no lo supiéramos todos/as esta no fue la primera acción violenta en torno a la celebración. El domingo 7 de agosto, posterior al ritual preparatorio, las autoridades denunciaron que los espacios como “la tulpa, la cocina comunitaria, la cancha donde se realizaría la danza general, el trapiche donde se prepararían las bebidas propias, y los senderos que unen cada uno de estos espacios, fueron esparcidos con sal”. Lo mismo ocurrió justo antes de que todos, todas llegáramos. 

Los rumores se suceden. ¿Quiénes fueron y por qué? 

Al parecer durante la celebración del Saakhelu, algo pasó a ojos de pocos pero sabiéndolo todos, todas. Un cargamento lleno de marihuana que bajaba desde la cordillera Central, desde las montañas de Toribió o Tacueyó, fue detectado y detenido por la Guardia Indígena que cumpliendo con su mandato procedió a incautarlo para, tomada la decisión con las autoridades ancestrales, proceder a destruirlo, a prenderle fuego. 

Esta acción, la cual se repite por todo el territorio del Norte del Cauca, en la medida de las posibilidades, se enmarca en el control territorial que viene realizando el pueblo Nasa para tratar de recuperar su soberanía y disminuir las desarmonías territoriales, lo que ha significado la confrontación y el ataque constante con los grupos armados, acabando con la vida de demasiados guardias/as, líderes/as y comuneros/as. 

Y es que los cultivos ilícitos desencadenan conflictos por procesos de desterritorialización y desarraigo, rupturas en las relaciones entre el ser humano y el entorno. Son violencia continuada que fractura a las comunidades, afectando la manera como habitan, viven y producen en el territorio. Pero son también, contradictoriamente, medio de vida, sustento familiar, la supervivencia de muchas familias, ante un campo quebrado, con vías y caminos abandonados por el Estado que dificultan la distribución de los productos, altos costos de producción, escasa o nula protección, y un mercado cada vez más afín a las grandes cadenas de alimentos y más alejado del pequeño productor, entre otras cuestiones es lo que ha provocado la creciente dependencia de esta economía ilegal en la región. 

Una economía que se mantiene gracias a sus vínculos intrínsecos con las economías legales y a la permisividad u omisión estatal. Y que no deja de crecer desde hace más de una década. Por lo que cada vez hay menos tierra para plantar comida. Siendo hoy la fuente de sustento entre 10.000 y 15.000 familias en todo el Norte del Cauca. 

Familias que se ven obligadas, cosecha tras cosecha, a volver a comprar semillas o a plantar por esqueje al inundarse las montañas del Cauca de una especie de cannabis transgénica no fértil que crece bajo las luces de miles de bombillas que se iluminan en las noches y que requiere su correspondiente paquete de agrotóxicos (herbicidas, pesticidas y fungicidas) para su viabilidad. 

La instancia más obvia de nuestra vulnerabilidad, el dilema de la supervivencia del campo colombiano y las teorías del poder que lo atraviesan.

*

Este viaje fue la confrontación de dos modos paradigmáticos de conservar y reproducir las semillas, que no son solo distintos sino irreconciliables. Por eso todavía no hay certezas para responder si una semilla borra siglos de dominación y pobreza o nos está condenando a más. 

Es el absurdo de la vida, su flaqueza. 

Dicen que el ser humano se convirtió en la mayor fuerza de modificación del ecosistema terrestre, extendiéndose a la totalidad del planeta las tecnologías necropolíticas que inventa, prácticas capitalistas y coloniales, que hacen que sustituir un modo de producir y reproducir vida por otro no dependa solo de la capacidad humana para producir su alimento. Y así mientras olvidemos y no cuestionemos de dónde viene lo que comemos, a costa de qué y de quién, la producción de comida será, sin duda, uno de sus mejores campos donde experimentar con estas tecnologías. 

Sembrar qué y dónde, cada vez es menos una decisión propia. Por eso el surgimiento, la recuperación o el mantenimiento de esos otros modos, maneras, de esas resistencias, de esa fuerza comunitaria que permite encontrarse y coincidir desde la firmeza de prolongar la vida, siempre será una ruptura histórica en el modelo económico vigente. 

Sembrar es pura posteridad. 

Agosto 2022, Cauca. Colombia.

POR LOS CAMINOS DEL
DESPERTAR DE LA SEMILLA

Escritura: Laura Langa Martínez – Fotografías: Ariel Arango Prada

 

Norte del Cauca, Colombia. Agosto 2022

 

 

Nota bibliográfica:

*  El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2022 (SOFI, por sus siglas en inglés), publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), el Programa Mundial de Alimentos (PMA), Unicef y la Organización Mundial de la Salud (OMS). 

 

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